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Ana María Matute: Paulina (spanyol)

Paulina, ​de Ana María Matute, autora de otras obras como Luciérnagas o Historias de la Artamila, forma parte de la la edición ilustrada definitiva de los cuentos con los que han crecido generaciones de lectores durante más de cincuenta años. Un regalo inmenso de una voz imprescindible en nuestras Letras. Una nueva edición de los cuentos infantiles de Ana María Matute, con los textos revisados por la autora y nuevas ilustraciones de Albert Asensio. La nueva edición de los cuentos actualiza estos clásicos de la literatura infantil. Una autora imprescindible en la historia de la narrativa española cuya obra seguirá, sin duda, formando parte del corpus de textos de colegios e institutos. Se trata de una edición especial ilustrada a todo color que convierte cada título de la colección en un libro regalo. Ana María Matute ha cosechado los premios literarios más prestigiosos por su obra. Es miembro de la Real Academia Española y de la Hispanic Society of America. En 2007 fue galardonada… (tovább)

Eredeti megjelenés éve: 1960

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Destino, 2013
320 oldal · puhatáblás · ISBN: 9788423347292

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Ana María Matute: Paulina (spanyol)

Most, hogy még nem múlt el a tavasz, és később, ősszel is, jobban lehet a földet érezni. Innen látom, hányféle zöld árnyalata van, és furcsa, rózsaszínű levelek; sárga, vörös vagy kék négyszögek, titokzatosak – elgondolkodtatnak. Nézem, nézem a földet, és ahogy egyre többet nézem, azt hiszem, jobban megértem, mint a környezetem. Amikor elmegyek innen, a szememben magammal viszem a földet, és azt gondolom, hogy nehéz, talán lehetetlen is innen távol élni. Szeretem, amikor esik az eső, és nyugodt, csillogó tócsákat formál, amelyek olyanok, akár a tükördarabok, a madarak pedig isznak belőlük; amikor párolognak a napsütésben, és a távolban kis ködcsíkok látszanak.*

Ana María Matute egyik legpozitívabb könyve, talán az egyetlen, mely az elejétől a végéig kifejezetten idillikus képet fest a csúnyácska Paulina és a vak Nin barátságán keresztül a vidéki spanyol életről. Sehol nincsenek a polgárháború általa oly gyakran ábrázolt borzalmai, sem a posguerra kilátástalansága. A történet magva az írónő saját életében gyökerezik: gyermekkorában, akárcsak Paulinát, a kis Ana Maríát is vidékre küldték a nagyszüleihez betegségéből felgyógyulni, ahol hamar megtalálta a hangot a vidéki gyerekekkel – a városi nagypolgári baráti családok gyerekeivel és a kollégiumi (ahol az apácák arra tanították: olvass keveset, regényt soha) társakkal ellentétben. Paulina életében is ugyanilyen felszabadulást jelent a nagyszülőkhöz kerülni.

Szokatlan dolog jutott eszembe: „Azért szeretik egymást, mert szegények” – gondoltam. Ez a gondolat fájt, de jól is esett.

Bár Ana María Matute nem volt árva, mint Paulina, de édesapját ritkán látta, anyjával pedig akkoriban elég rossz volt a kapcsolata – feltehetően lázadó természete miatt –, Paulina nagynénjében, Susanában talán ennek a lecsapódása is megjelenhet (s általában elég gyakoriak az írónőnél az árva, vagy szeretet nélküli légkörben nevelt gyerekek).

Marta, a szakácsnő alakja is visszanyúlik Ana María Matute gyermekkorába, akárcsak Paulinát, a kis Ana Maríát is szakácsnőjük vezette be a mesék világába. Egy gyakori elem azonban hiányzik a regényből: a gyermeki képzelet világát, ami oly gyakori menekülési utat jelentett a rideg, szeretetlen környezetből az írónő regényeiben, most Nin barátsága (valamint a nagyszülői ház melegsége) váltja fel.

Szerettem meleget reggelizni, és közben kinézni az ablakon, és látni a hideg, havas hegyekre.

Ninben egy kicsit gyermekkori fiatalon elhunyt jóbarátjára is emlékezik, akinek a Paraíso inhabitado Gavi-jában állított méltó emléket. Kedves, szívmelengető, elsősorban a fiatalabb korosztálynak szóló történet, a megszokott Matute-árnyak nélkül.

A nap alig-alig sütött, mintha fázna vagy álmos lenne, és elbújna a felhők közé, mint én a takarók közé, amikor a kollégiumi csöngő felébresztett, de még lustálkodni akartam.

*Az idézeteket Dezsényi Gyöngyi magyar fordításából vettem.


Népszerű idézetek

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Sí que era verdad, que resbalaba mucho. Pero por eso precisamente me gustaba tanto bajo por él. Tenía forma de S (zig, zag), porque la bajada era muy empinada. Cuando llegamos al puentecillo, era tan fuerte el ruido del río que no se oía nada más. Cerré los ojos para oírlo mejor. Me parecía que había soñado, o que había oído antes, hacía mucho tiempo, el ruido del corriente del agua. El agua venía muy sucia, de un color oscuro, como yo había visto nunca el río. Claro que yo no había visto un río de cerca desde hacía mucho tiempo. (O quizá sólo lo había visto en las láminas del libro de geografía, o en el cine. La verdad es ésa.)

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El sol brillaba muy poco, como si tuviera frío o sueño, y se escondía entre las nubes, como yo entre las sábanas, cuando me despertaba la campana del colegio y me hacía la remolona.

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¡Qué cosa tan bonita es ver nevar! Dos días después de que fuera Susana, empezó a nevar otra vez. En la ciudad donde yo vivía no nevaba casi nunca; más bien era una cosa rara. Yo nunca había visto caer los copos. Cuando nevó una vez, al día siguiente de Año Nuevo, me levanté, me asomé a la ventana y Susana me enseñó todos los tejados blancos, y la puntita de los árboles que se veían por detrás, también como espolvoreados de harina. Igual que hacemos en el Nacimiento. Pero caer los copos, eso no lo había visto nunca, hasta aquel día en las montañas. Me gustaba tanto, que no me sabía apartar de los cristales del balcón.

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Pero no podía jugar con nada, ya era demasiado mayor, y además aquellos juguetes daban pena. El caballo de papá era todo forrado de piel de verdad, con una crin de lana encarnada, y la cola igual. Olía mucho a naftalina, y le faltaba un ojo.
    --Hola, tuertecito --le dije.
    El ojo que tenía era muy redondo, de color dorado, la mar de bonito. Le acaricié el cuello, pero de repente me pareció que había muchos niños mirándome, desde alguna parte que yo no sabía. Me acerqué a la ventana y miré por los cristales. Aquella ventana daba a la parte de atrás de la casa, junto al barranco y las montañas. Estaba nevado, y encima de todo se veía un trocito de cielo de color rosa. Estaba mirando, porque era muy bonito, aunque un poco triste, y se notaba mucho silencio en la habitación, en los juguetes y en aquellas montañas, cuando me fijé que por el caminillo de la ladera venía un caballo con una mujer y un niño montados encima. Ya no caían copos, y el caballo iba dejando las huellas en la nieve, manchadas de barro.

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Luego, poco a poco, fui acomodando los juegos a él y hasta resultaban mucho mejor, porque sentí una cosa que no había sentido hasta entonces: que yo era útil, que yo podía ayudar a alguien y servir para algo. Todo lo contrario de lo que siempre me estaba diciendo Susana, de que yo era un estorbo y un dolor de cabeza para todo el mundo, cosa que me ponía triste.

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Tenía mucho apetito y el café con leche, caliente, me caía muy bien. Daba gusto desayunar cosas calientes, mirando por la ventana y viendo las montañas llenas de nieve y frío. ¡Brrr!, pensaba yo. Bajé a la cocina, y allí estaba Nin, de lo más guapo.

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Y tuve una ide extraña: «Se quieren porque son pobres», pensé. Y aquella idea dolía y hacía bien al mismo tiempo.

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Al abuelo sí que le conocía porque alguna vez había ido a verme al colegio. Un par de veces, creo yo, pero me acordaba muy bien de él. Era alto, vestido de negro, y tenía las manos muy grandes. Su anillo de boda casi me hubiera servido de pulsera, y era muy poco hablador, pero a su lado se estaba bien. Las veces que vino, me llevő a merendar y al parque, porque había árboles.

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    – Madre lo explicó, la primavera pasada, cuando volvía a casa. Padre me llevaba en el caballo, montado encima, y ya cuando nos acercábamos a nuestra casa, padre gritaba, llamándola. Yo ya sabía que estábamos cerca, porque sabía cómo sonaban las ramas de los árboles, al pasar por el camino del bosque. Y además notaba el olor de humo… Y a madre también. A madre le notaba, porque escuchando la tierra se la oía venir: y sí que la tierra se oía, allá por el camino. Con la voz del padre y con las pisadas del caballo y todo, yo oía a la tierra cuando venía madre a esperarme… Y entonces, así que padre me cogió y me bajó, yo sabía muy bien y me estiré todo lo que pude, para que ella viera lo que había crecido estando en la casa de los señores. Para que viera que de algo servía la pena de separarnos. Y entonces madre se acercó y me echó el brazo por el cuello y me apretó contra ella y dijo: «Nin, Nin, todo está verde, hijo mío, está todo tan verde, tan verde…» Y sí lo estaba, yo lo notaba, porque me venía todo el olor de la hierba, con los árboles y con el vientecillo, y hasta lo sentía en las plantas de los pies; porque como había llegado la primavera, me había quitado padre las botas, a guardar para el invierno…

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Parecía mentira: esto que Susana (y tal vez otros muchos) no me habrían comprendido nunca, Lorenzo, que apenas sabía leer y escribir, lo entendía a la maravilla. ¡Claro que también sabía leer en el cielo el frío, la lluvia, la hora y la nieve! ¡Si casi estoy por decir que era más sabio que nadie!


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