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Ana María Matute: Los hijos muertos Ana María Matute: Los hijos muertos

Galardonada con el Premio de la Crítica 1958 y el Premio Nacional de Literatura 1959, Los hijos muertos constituye uno de los principales hitos en la carrera literaria de Ana María Matute. Esta novela pertenece a la primera época de la escritora, y a través de los personajes se respira una dura crítica del fariseísmo, la defensa de la moral natural y la libertad de sentimientos. Ambientada en la guerra civil española, la autora ha empleado una prosa rica, Ilena de imágenes y metáforas, para mostrarnos un mundo lírico, vago y misterioso en el que transcurren las historias de unos seres que habitan en un bosque, sus relaciones, sus amores y su lucha contra el orden establecido.

Eredeti megjelenés éve: 1958

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Destino, Barcelona, 2014
638 oldal · puhatáblás · ISBN: 9788423348725

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Ana María Matute: Los hijos muertos

Premio de la Crítica 1958
Premio Nacional de Litaratura 1959
Mindig azokról a könyvekről a legnehezebb értékelést írnom, amelyek a legjobban megérintettek. Nagyon el szeretnék mondani róla mindent, s nagyon nem sikerül. A Los hijos muertos is egy ilyen regény, melyben a táj lírai szépsége és az ember kifejezhetetlen magánya egyszerre van jelen (http://moly.hu/idezetek/636549).

A kritikusok és elemzők leggyakrabban – a Primera memoria mellett – ezt a regényt említik, mint Ana María Matute legjobb alkotását. S nem csupán az egyik legjobb, hanem egyik leghosszabb regénye is (csak az Olvidado rey Gúdu haladja meg terjedelemben), s egyben az egyik legkomorabb, legkilátástalanabb is (http://moly.hu/idezetek/636550). Bár nyelvezete gyakran költői, s a tájleírások során mi magunk is érezzük a friss hajnali szellőt és a nedves föld illatát, halljuk a farkasok vonyítását és az őszi eső dobolását a háztetőn (http://moly.hu/idezetek/642082), mindez inkább csak jobban kiemeli az emberek sebzettségét, kommunikációra való képtelenségét, magányát (http://moly.hu/idezetek/638584).

A Los hijos muertos (Halott fiak*) egy, a hegyek között eldugott kis faluban** spoiler játszódik az 1948-as évben, melyben a szereplők emlékei révén a jelen és a múlt összefonódik. A polgárháború utáni időszak, a posguerra minden kilátástalansága, reménytelensége és sebzettsége benne van. Az ember nem tud kilépni önmagából, nem tud túllépni a múltján, nem tudja meghaladni önnön, az idők során belevésődött korlátait, nem tudja a másikkal közölni magát, magányosan bolyong, mint farkas az erdőben.

Talán Mónica az egyetlen kivétel, aki ki tud, ki akar lépni a korlátai közül, de kérdés, vajon van-e jövője?

Különös személyiségek, különös sorsok, jelen és múlt, éhség, szomjúság és másnaposság az idő bilincseibe verve. Egy kiváló könyv, melyet érdemes elolvasni.

spoiler

*spoiler
**Hegroz egy meredek falú völgy mélyén található, a hegytetőről látható Artámila is (ami nagyon szegény vidék: http://moly.hu/idezetek/641957), az írónő képzeletének szülötte, ami életművében több helyen is megjelenik (miként az arzadúnak nevezett virág is). E tájék ihletője Mansilla de la Sierra volt, ahol Ana María kislány korában a nyarakat töltötte. Egy gátépítés következtében e kis falu víz alá került; ez a motívum is gyakran feltűnik az írónő alkotásaiban, mint például a Los hijos muertosban is. spoiler

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„Amigo, yo bien sé lo que hacen los hombres con los vencidos”. Y no era más que una frase. Nada más. ¿Qué sé yo de lo que hacen los hombres con los vencidos…? ¿Quiénes son, al fin y al cabo, los vencidos? ¿Me creí acaso, entonces, vencido? No: no lo pensé suiquiera. Yo mantenía mi esperanza.

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Hacia las seis de la tarde el cielo pareció cubrirse por una cortina casi negra, de color de pólvora. No se adivinaba el contorno de las nubes y apenas una difusa claridad de plata iluminaba los bordes de Cuatro Cruces, Sagrado y Oz. Daniel comprendió que se cernía la lluvia. Una lluvia opresiva que podía durar días enteros y dejar el bosque empapado, el suelo resbaladizo, gelatinosas las hojas que lo cubrían todo como una alfombra de oro. A Daniel Corvo le gustaba la lluvia, pero no aquella lluvia negra, azotando los árboles como un castigo. Algo flotaba en el aire, denso y cargado. Y, sin embargo, no habría ni relámpagos ni truenos: sería una lluvia sorda, clavándose en el gran silencio del bosque.

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Porque uno se acostumbra a todo. La cosa es que pasen días y días, y, cuando se pierde la cuenta de los días, pues ya está: ya se ha acostumbrado uno.

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Y al día siquiente volvía. La chica le gustaba, pero no era para tanto. Claro que ayudaba la soledad. Eso tenía la culpa de todo. Mónica tenía la voz un poco ronca, de timbre bajo y cálido. Una voz que no sería bonita, pero se recordaba. Como el agua de los días de calor. Como las sombras del bosque, cuando el cansancio. Como el sueño, cuando dolían los riñones y los brazos, al fin de la jornada. Decía cosas extrañas, que no se comprendían bien, pero que eran gratas. Sí; eran muy gratas de escuchar. Hablaba de los lobos del invierno, de los hijos del aparcero, de la muerte, de las hojas de los árboles.

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No, en Hegroz, bien lo sabía Daniel, no había amigos. Había hombres cansados, que al anochecer, o a la noche cerrada, se metian todos en la taberna y bebían vino, codo a codo. A veces, los más jóvenes, cantaban, o se agredían. Dependía del humor, de la cosecha, o del tiempo. O por alguna mujer. Pero pocas veces. La taberna del Moro era como un pozo, hondo, agrio, que recogía el cansancio, la callada protesta, quizá los deseos inconfesables. La pena, quizá. En el pozo de la taberna caían todas las horas del día, unas horas tal vez sin mañana, sin ayer. Los hombres no gustaban de pensar. Necesitaban de la taberna. El tabernero era, acaso por eso, distinto a todos los hombres de Hegroz.

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Aquella prisa que le desconcertaba, poruqe allá en la tierra, la gente tenía tiempo, un tiempo duro y largo, para caminar despacio, de sol a sol.

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Daniel Corvo alcanzó una primavera tardía. Verdecían ya las empinadas laderas de Oz y Neva, pero aún había nieve en las cimas. Daniel ya lo sabía. Hegroz no era buen pueblo. Abandonado al fondo de un valle, las montañas de la sierra formaban en torno un ancho círculo, como una muralla. Barrancos abajo, le llegaban tres ríos, y había en Hegroz, quizá por eso, algo como un rumor bajo, constante, envenenador. Pero Daniel recordaba con amor los bosques: los robles, las encinas y las hayas. Las grandes choperas, los mimbres del río, las cuevas de las murciélagos y los insectos. Aquellos que cuando el sol daba de lado se volvían azules, y de frente, verdes o morados. Al recuerdo de Daniel volvió el olor del trigo, del centeno y la cebada. Los ariscos terrenos de labor, los pagos lejanos y empinados llenos de piedras, cardos y maleza. Era tierra de bosques y de pastos. Un pasto fuerte, verde y oloroso que daba una carne de gusto salvaje sangrante.

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Le invitaban a vino, tal vez deseaban oír sus quejas, sus lamentaciones, su odio. Pero no podían oirlo («porque tal vez nada de esto existe. Nada más que soladad o indiferencia, nada más que una corteza de hombre, triste caparazón»).

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Enfrente, a su espalda, a sus costados, estaban las otras cumbres: Oz, Cuatro Cruces, los agudos colmillos de Sagrado, Vientoduro. Más allá, la lejanía del Negromonte. Casí transparente, más allá de los pinares y las hayas, se adivinaba la ingrata zona de las Artámilas, con su hambre y su miseria.

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